Para llegar a París hay que pasar por Berlín (segunda parte).

A las 8 de la mañana salí, mapa en mano, a recorrer Berlín. Seis horas después volví –exhausta de caminar y obturar como la vulgar turista que fui– a consultar si Kata había respondido a mi mensaje. Sí: Zoologischer Garten sería nuestro punto de reunión a las siete.

Comí una pasta Alioli y una cerveza mientras recordaba la tarjeta de la promoción de los 20 minutos en llamadas por dos euros con la que me topé en la mañana, mientras buscaba el trozo de papel donde había anotado el móvil de la rumana. Me lo pensé bastante, pero al final bajé a recepción para comprar diez minutos de tiempo aire a un euro con cincuenta y llamé a mi madre. Contraria a su naturaleza, tal vez condicionada por su aguda comprensión del costo de la telefonía internacional, preguntó poco y habló menos; me consintió una reseña breve de mi primer viaje internacional de trabajo, mi primer viaje de groupie, y mi primer viaje de poser, pero el único viaje del que ella quería saber santo y seña estaba apenas por ocurrir.

–¿Ya estás lista? –Me interrumpió, anticipándose a mi evasión emocional.

–¿Para París? –Respondí, y miré el reloj, intentando recuperar la hora exacta en la que el teléfono había comenzado a dar tono. De pronto, deiz minutos se perdían en el horizonte.

–Sí. ¿No has hablado con él?

–No. Le llamaré ahora que cuelgue contigo, ya sabes, para quedar.

–¿Va a recibirte en la estación? –Su pregunta me exasperó un poco. Yo tenía un montón de cosas irrelevantes por descargar, y a mi madre sólo le interesaba saber quién iba a llegar primero. Es muy de ella preguntar cosas así, pensé. Y es muy tonto pensar que esos detalles no tienen importancia, rectifiqué, porque a mí nunca, nadie, me había esperado en algún puerto, aeropuerto, estación, o cualquier tipo de puerta. Entonces, sentí una emoción núbil, nueva, que me estaba arrebatando una sonrisa porque, era cierto, él había querido llegar antes: él quería ser el primero en descongelar el tiempo y el exterior de las cosas.

–Sí mamá, él llega 4 horas antes que yo…

–Bueno… hija, pues a ver si podemos hablar después. Envíale a tu hermana los datos de tu vuelo; vuelves el seis, ¿no? ¿A qué hora?

–Por la tarde, mamá.

–Bueno, pues mándale muchos recuerdos a Alberto. Ya me cuentas cómo les fue. Un beso, hija. Cuídate mucho. –Su despedida fue tan precipitada que tuve la certeza de que algún vecino había salido en su automóvil, dejando libre un cajón de estacionamiento, obligándola a salir a todo vapor de la casa para cambiar de sitio nuestro coche, que seguramente ocupaba un cajón más soleado o alejado de la puerta de casa. Esas despedidas precipitadas sin elegancia son muy de ella, pensé. Eso, o no quiere saber de mi hasta que tenga algo que contar.

Había decidido repartir mis diez minutos aire de manera salomónica y apenas había consumido tres de ellos. Sólo había otra persona en el mundo a quien quería escuchar, así que miré el reloj –estaba por terminar la hora de la comida– y elegí entre los dos números móviles que tenía registrados en mi agenda a su nombre antes de perderme en el vacío del tono de llamada.

–¿Hola? –Había reconocido miles de veces esa voz, amplificada y procesada para mis oídos con un algún efecto que mi hondo anhelo producía, pero jamás había deseado tanto escucharla, sólo para comprobar que estaba ahí, que seguía vivo, que tenía sus dos manos y con una podía sostener el móvil y con otra el pitillo, que su voz era la misma y no se escuchaba enfermo, ni triste.

–Hey, hola –Intenté como saludo, en el tono más neutral que pude sostener.

–¡Hey, tía! ¿Qué te cuentas? –Se escuchaba realmente contento, emocionado, y esto no sólo me relajó al instante sino que me llevó al Nirvana.

–Pues nada, a punto de salir de nuevo a conocer más Berlín. ¿Tú? ¿ya estás listo?

–Sí, sí. Mañana salgo de aquí a medio día y llego a la Gare de’l Est a las dos. Ya he anotado los datos de tu tren. Cuando tú llegues ya estaré allí, esperándote. –Mejor no pudo haberlo dicho. Ningún guionista habría podido combinar mejor las palabras en un mensaje tan claro, tan sencillo, tan sincero, tan alejado del glamour de Hollywood y a la vez tan capaz de conmoverme hasta el borde de las lágrimas.

Hablamos hasta que el final del décimo minuto cortó de tajo la conversación –que por lo demás había sido bastante irrelevante– como esas madres regañonas que zafan el cable del teléfono en las telenovelas. Satisfecha, me envolvieron unas ganas tremendas de recostarme y acariciar para siempre la dulzura que mis oídos recién habían procesado, pero yo estaba en Berlín y tenía que recorrer aún la mitad de la ciudad para llegar a mi destino. Las cosas iban por buen rumbo hacia el descongelamiento.

Reconocí a Kata por su andar, muy femenino para ser un intento de rapeo, y muy escaso de cadencia para ser un andar femenino. Nos saludamos con dos besos y caminamos sin rumbo intencional durante unos cinco minutos, en lo que nos pusimos al corriente sobre los tres días que habían pasado desde que nos vimos por última vez. Ella había vuelto a la escuela… y nada más. Entramos a un restaurante que por fin lució como tal cuando nos sentamos a la mesa y ordenamos a la carta. Todas las mesas y todas las sillas eran diferentes y las bombillas, o estaban todas fundidas o las mantenían apagadas para crear atmósfera. Una lasaña para ella y un portugués para mí; agua mineral para ambas. Me relató la visita de su madre y lo bien que le había sentado que le trajera tanta ropa, comida y plata; cuando llegaron las cervezas, me contó que se había reencontrado con el brasileño de su clase de Economía Política o algo así, y que lo había dejado de desear por no saber que la tasa de natalidad en los países de Europa del este va en picada. Pensé que Kata era demasiado joven para suprimir su deseo por alguien sólo por no tener amplio conocimiento de estos datos estadísticos, pero terminé aceptando y reconociendo este filtro tan legítimo como el que yo misma aplicaba a los hombres que no sabían diferenciar entre los verbos haber y ver.

Nuestra conversación siguió por senderos muy intrascendentes y, al paso de las cervezas, comencé a imaginar cómo sería Kata cuando follaba. Me había topado con ella en las duchas del hostal en Estocolmo y por eso sabía que tenía un cuerpo hermoso, a pesar de sus anchas caderas y el abrigo tan horrendo que insistía en usar. Su piel era suave y rematada con un rubio terciopelo en casi toda la superficie. Sus pezones eran rosados, pequeños y firmes, como su pecho, y el vello púbico era un desastre inaceptable en mi América. Por otro lado, su corte de cabello a la príncipe valiente, las gafitas y la ropa interior de nailon blanco con encaje devaluaban bastante su apariencia. La imaginé pasiva primero, y después intenté imaginarla como una insaciable. Nada me cuadraba. Probablemente, concluí, aún no conocía el deseo de verdad, seguía siendo virgen y al pobre brasileño sólo le estaba calentando los huevos.

Liquidadas nuestras respectivas cañas, Kata decidió llevarme a una fiesta en el Este de la ciudad. Para llegar, debíamos abordar el S-Bahn, que estaba justo cruzando la calle. Me detuve en la máquina para comprar un ticket y me percaté de que no tenía suficiente cambio. Alcé la vista para comprobar que no tenía cerca ninguna tienda, y que, por la hora, aunque anduviera unas cuadras para encontrarla, estaría cerrada.

Kata, would you lend me fifty cents, please? –me atreví a pedirle.

I don’t have fifty cents. Let’s get on board or we’ll miss it.

But I don’t have a ticket.

Who cares? Nobody’s gonna notice… –abordó el tren y se volvió para percatarse de que le estaba siguiendo. Yo abordé el tren con la terrible sensación de estar cometiendo un crimen, o peor aún, de estar haciendo algo que no quería hacer, porque, después de todo, ¿quién era yo para llegar a irrumpir un orden social que a mi me parecía micrométrico pero que, evidentemente, tenía sus grietas. Rumania también es tercer mundo, pensé, para dar menos importancia al asunto, aunque comencé a sospechar que aunque dulce, rubia y con un inminente grado universitario de la Universidad Alexandr Von Humboldt, Kata pertenecía a ese grupo de seres humanos con los que siempre evitaré relacionarme. El tren comenzó a marchar y yo ya no podía deshacer lo que estaba hecho.

Oh, but just in case, If someone comes and asks for your ticket, you don’t know me.

La miré buscando la confirmación de que ese comentario era una broma, pero no la hallé. Permanecí callada, pero mi mirada debió expresarle todo el desprecio que sentía por ella en ese momento. Una vez más, entré en pánico al pensar que una imprudencia tan ridícula podía costarme la deportación y expulsarme del paraíso sin haberlo visto siquiera. El azar estuvo de mi lado y en el vagón no viajaron policías. Bajamos 15 minutos después, en una estación que no recuerdo, y caminamos hasta hallar un hoyo funky que nos pareció suficientemente cosmopolita para pasar desapercibidas.

Sentadas en la barra, me pedí un tarro de cerveza y Kata optó por la coctelería. Sonaba Manu Chao. Un friki vestido con unos mallones de animal print nos ofreció un porro amistoso o de bienvenida, no entendí bien, pero de alguna manera las drogas son un código universal, así que lo acepté. Enseguida me puse en plan regañona. Yo pensaba en mil frases para continuar la conversación con la rumana, pero simplemente no podía; estaba demasiado ebria, enfadada y ansiosa por irme. El friki con piernas de leopardo permanecía a mi derecha vociferando algo en un raro inglés que no me daba la gana entender. Por la izquierda llegó un tipo de unos 40 años, bastante ebrio. Cortó el bloque imaginario que me mantenía unida a Kata, me cogió la nuca y se puso delante de mis ojos para asegurarse de que yo recibía el breve mensaje en alemán que salía de su boca. Cuando me soltó, me volví a Kata en busca de alguna señal que me ayudara a descifrar aquél episodio. He said you are beautiful, and hot, and wants to fuck your ass until it bleeds, me informó con los ojos muy abiertos y espantados, suplicándome que nos fuéramos enseguida.

Detrás nuestro se escuchó el primer golpe, que encendió como pólvora una auténtica pelea de cantina entre el friki y el viejo soez. Mi sangre volvió a su composición química normal al instante y, como pude, abandoné la misión, pues no veía la necesidad de permanecer en ese antro en el que yo no me enteraba de nada. Decidí devolverle a Kata la misma moneda que me había tirado y salí sola de aquél lugar, sin culpa, dejándole al azar el papelón de decidir qué le tocaba a la rubia heredera rumana. Esta vez, abordé el S-Bahn con la tranquilidad de llevar conmigo un billete. Llegué a salvo a mi habitación en el Meininger Hotel y, a menos que muriera súbitamente durante la noche, al día siguiente por fin estaría en París.

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